Fíjese usted, don José, a mí, aquí y ahora no me preocupa la existencia o la inexistencia de Dios o de dioses, lo que sí me ocupa es cómo el ser humano ha llegado a concebir esa idea y poner a su servicio todo lo que de bueno y malo hay en él.
De dónde nace el deseo de inmortalidad o de trascender en vida lo que de natural es el ciclo vital: nacimiento, crecimiento, reproducción, decaimiento, muerte, descomposición, reciclaje.
¿Del miedo, de la inseguridad, de una fe otorgada…?
¿Sienten nuestros compañeros de viaje vital –las plantas, los animales, los virus, etc.- esa misma inquietud? Nosotros, los bípedos implumes, se la negamos.
Y la religión no me ocuparía si no fuera la responsable, si detrás de ella o a su lado o a su servicio, no se cometieran las tropelías que hemos visto desde los primerísimos tiempos.
Miento, me seguiría interesando desde un punto de vista antropológico, sociológico… no en vano ha ocupado años de mi existencia, no en vano mi admiración por Unamuno que marcó mi adolescencia.
Sigo en el mismo punto después de haber explorado sin éxito la región del cerebro donde pudiera albergar una convicción esperanzadora, después de haberla confiado a “los buenos” que no lo éramos tanto o no lo sabíamos hacer o no nos dejaron… ¿qué más da?
El Dios supremo o el dios interior, y el género humano, supuesta obra de aquél, me defraudan cada día y eso que busqué y ando sobrado de miedo ante la muerte del dejar de ser o estar y he sentido siempre la soledad que este mono desnudo experimenta cuando mira hacia arriba y hacia abajo y no entiende nada y el mundo cada vez le parece “más ancho y ajeno”.
Así que plagiándome a mí mismo digo que:
“Vendo o alquilo espacio religioso con vistas al mar”
Me declaro ignóstico, o sea, agnóstico del sector duro.

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